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martes, 30 de enero de 2018

Jorge Luis Borges: la palabra universal, por Cristina Castello

Foto: Anne Marie Heinrich 
¿Un ciego con luz, o un lúcido enceguecido?
Por Cristina Castello



«Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me
abrazaba la sed»

J. L. Borges, de «El Inmortal»


Jorge Luis Borges es una metáfora de sí mismo. Es uno de los escritores más destacados del siglo XX y un emblema de su patria argentina, donde todos lo nombran pero pocos lo leyeron. Niño prodigio, vivió su infancia vestido de niña por su madre, quien lo llamaba «inútil» e «infeliz».
Su erudición tiene pocos parangones. ¿Fue tan lúcido para descubrir la sacralidad de la vida, como para escribir? ¿O la lucidez dañó esa parte del espíritu donde está escrito que nada de lo humano debería ser extraño?
Pocos artistas son tan amados y aborrecidos. Y se comprende: los versos de Borges son sagrados, pero su boca fue incontinente. Calificó a Federico García Lorca, como un «poeta menor», y de la misma forma honró a los vates de la Generación del XXVII española; no se privó de críticas a Julio Cortázar; de Cien años de soledad, de García Márquez dijo: «Lindo título, ¿no?». Fue implacable con Charles Baudelaire, se ensañó con Pierre Corneille –autor de «El Cid»– y con Isidore Ducasse (el Compte de Lautréamont).
Más: al ritmo de cada sorbo de su té inglés calificó a Arthur Rimbaud como «un artista en busca de experiencias que nunca logró», y criticó salvajemente a André Breton, potencia de imaginación y poesía; y, aunque nacido en las pampas, su anglofilia era tan fuerte como su franco fobia (Juan José Saer dixit). Demasiado, Mister George.
Su sed, su sed eterna. Este 24 de agosto, se cumplen 110 años de su nacimiento, y la pregunta de siempre sigue en pie: ¿Tuvo sed de poesía, o, también –y sobre todo– de sentirse amado por una mujer? Él, la pluma universal, tuvo amores imposibles y sufrió como los personajes de las novelas más vulgares, que despreciaba. Hasta que llegó su cauce: María Kodama, con quien tuvo una unión en el misterio.
Mente prodigiosa, en «El jardín de los senderos que se bifurcan», propuso –sin saberlo– una repuesta a un problema de la física cuántica. Y toda su vasta obra fue un hito, como disparador de la fantasía de lectores y gentes de letras.
A la par, si bien en su momento condenó a Adolfo Hitler y a Benito Mussolini, después hizo loas de autores de crímenes de lesa humanidad: Francisco Franco, Jorge Rafael Videla y Pinochet, entre otros. Asesinos, condenados en tal condición por la Justicia.


Más que por otros poetas, se sintió marcado por el enorme Walt Whitman.Pero, ¿qué a
 Whitman, su poeta  admirado
similó de él? La palabra de Whitman se batía por la libertad de los pueblos y la dignidad humana; la palabra hablada de Borges defendía –también– la invasión-masacre norteamericana en Vietnam.
Su obra de ficción, plena de ironía, es sobria y precisa pero, en general, tiene una gran distancia con la vida viviente, como si lo que escribía hubiera pasado por su cerebro y no por su sangre; está plena de símbolos, de metáforas tan ricas como poco comprensibles para la mayoría; tiene un sentido metafísico, y muchas veces intensamente lúdico. «Historia universal de la infamia» y «El Aleph», entre otras, son piezas maestras del siglo XX.
Borges fue uno de sus espejos de tinta. Un acertijo. Una suerte de estatua de sí mismo, un monumento, un ser sin piel, por cuyos poros asomaba su inteligencia. Pero en la poesía que escribió asoman sus venas terrenales, irremediablemente: [...] Sin que nadie lo supiera, ni el espejo, /ha llorado unas lágrimas humanas. /No puede sospechar que conmemoran /todas las cosas que merecen lágrimas (de «La cifra»).
La poesía es una voz: la vida viva. Ni siquiera este hombre de la esquina rosada
, pudo esconderse tras los muros de cristal del poema. El poema no tiene tapias: es revelador.

La hora de la espada:
Borges, Pinochet y Videla

Amaba la música de Pink Floyd, de Los Beatles, de los Rolling Stones y de Brahms. Adoraba a «Bepo», su gato. Mientras, aplaudía al gobierno que hizo desaparecer a 30.000 personas –luego de torturas satánicas–, durante el golpe de Estado de 1976 en Argentina. Abrazado a su gato, Borges reclamó públicamente «cien años de dictadura militar».
Jorge Rafael Videla y otros cómplices, con
Borges y Sábato


«Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno», dijo en mayo de aquel año. Se refería a la reunión que mantuvo con el genocida Jorge Rafael Videla, primer presidente de facto de aquella etapa; había asistido, presuroso, con Ernesto Sábato, quien fue después defensor de los derechos humanos: los rictus de la vida.
El tiempo hizo su juego y en1980, con o sin el gato «Bepo», recibió a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, gesto en el cual –aunque ella lo niega, discreta– hay una influencia evidente de María Kodama. Entonces se mostró conmovido, y hasta indignado con los militares asesinos; y reiteró esa conducta cuando, ya en democracia, se juzgó a los desaparecedores de seres humanos: recién en ese momento quiso enterarse de los suplicios y muertes sufridos por sus congéneres, y escribió una crónica para la agencia EFE. ¿Había despertado por fin su lucidez para la fraternidad? Ojalá.
Pero las palabras son una suelta de pájaros: imposible remontarlas cuando vuelan a voluntad del viento. ¿En cuántas personas influyeron sus primeras declaraciones? ¿Cuántas, sin pensamiento propio, repitieron los conceptos del poeta sólo porque «lo dijo Borges»?


Paseó entre laberintos, espejos, libros de arena, ruinas circulares y bibliotecas de Babel. Cultivadísimo –es una de las más grandes glorias mundiales de la literatura– se fue de este planeta el 14 de junio de 1986, siempre en espera del Nobel. La condecoración que, orgulloso, había recibido de las manos con sangre de Augusto Pinochet,  
Borges y Pinochet
fue un escollo insalvable para el premio. Aquel día se alborozó con su flamante doctorado Honoris Causa de la Universidad de Chile, y enarboló la hora de la espada. La hora de la espada, el discurso reaccionario de Leopoldo Lugones, quien –con esas palabras– avalaba la siembra de muerte de los futuros golpes de Estado.
Borges fue Borges, ni más ni menos, a pesar de haberse definido como anarquista. A los 17 había sido tildado de comunista, con la prohibición de entrar a Norteamérica. En realidad, sólo había tenido un enamoramiento adolescente de la Revolución Rusa, fuente de inspiración para el poemario «Los salmos rojos», que destruyó tres años después. Sólo se publicaron los versos de la poesía que da título al libro, en la revista «Grecia», en un periódico de España y en otro de Ginebra.
De su pecado de juventud sólo queda esa huella, y las cenizas de tantas estrofas incendiadas.
En 1983 anunció su suicidio en el diario La Nación, en el relato «Agosto 25, 1983». Por cierto que no se quitó la vida; y justificó haber jugado con las palabras y con la opinión pública, en su cobardía para auto inmolarse. ¿Buscaba con sus actitudes, la fama y el espacio que su país le negaba como escritor? ¿Era un exquisito provocador?
Lúdico, me dijo en una entrevista que el deporte que más le gustaba era la riña de gallos; y con su proverbial ironía bajo el aspecto de ingenuidad, se preguntaba por qué en el fútbol 22 hombres corren detrás de una pelota, en lugar de comprar 22 pelotas.
Se jactaba de haber tomado mescalina y cocaína en su juventud. Pero aquello no duró más que un instante: su droga dura fueron los caramelos de menta, y su devoción, la merluza hervida.

Leonor Acevedo, madre de Borges
Travieso, guardaba billetes de 10, 50 y 100 dólares entre los libros de su Paraíso: la biblioteca. A pesar de no haber creído en ningún dios, antes de morir rezó el «Padre Nuestro», porque así lo había dictaminado muchos años antes, su madre. Doña Leonor Acevedo seguía rigiendo el destino del hijo –el «inútil» e «infeliz»–, obediente hasta el último soplo, que exhaló el 14 de junio del ’86.

«Me duele una mujer en todo el cuerpo»

S
u padre lo llevó a un prostíbulo en Ginebra, para que ejerciera por primera vez como varón; y desde entonces, el amor le fue una frustración. Muy amigo de Adolfo Bioy Casares, escritor y caballero excelso y de una personalidad fuertemente seductora, Borges vivía a través suyo, lo que la vida no le daba: la pasión de una dama. Se sentía el patito feo.
El nombre de una mujer recorrió el mundo en los versos borgianos: «Yo que he sido todos los hombres, no he sido aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach». Matilde no existió jamás: era el personaje de una novela ignota y de baja calidad, a quien él dio entidad universal con su estrofa.
La soledad puede ser una telaraña.

Borges y Elsa Astete Millán

A Elsa Astete Millán, su primera esposa, la conoció en 1931, cuando él tenía 32. La relación fue terrible: sin amor, sin pasión, sin interés de ninguno de los dos por el otro. Ella se enamoró de Ricardo Albarracín Sarmiento, dejó al poeta ciego y amante de las espadas, y se casó con el candidato nuevo. Sólo después de decenios, Elsa relató aquel fracaso, sin mucha elocuencia:
―«No se dio», contó, apenas.
―«Sólo la esperaba a ella», gimió el poeta a modo de narración.

 
Para mitigar la espera, Borges se enamoró de Estela Canto –quien jamás lo amó–, de Silvina Bullrich, de María Esther Vásquez, y más.
Y llegó 1965 –habían pasado más de treinta años– y el reencuentro con Elsa. Él ya estaba casi ciego, tenía 68 años y ella 57. Sin que le importara su agnosticismo, se casaron por iglesia: por amor, todo podía sacrificarse. Al menos eso creyó.
Doña Leonor Acevedo había influido una vez más: ―«¿Cada noche de su vida, antes de acostarse, miraba tu foto», dijo a su futura nuera.
Con Estela Canto
El matrimonio se terminó después de tres años, en 1970. Georgie se cansó: sin una palabra, salió de la casa conyugal y no volvió jamás. Unos meses después, mientras paseaba con su sobrino por la calle Florida de Buenos Aires, Elsa Astete Millán se cruzó con el escritor y lo saludó:
―«¿Quién es? », preguntó el poeta, ya totalmente ciego. ―«Es Elsa, tío», fue la respuesta
―«¿Y quién es Elsa?», repreguntó Borges.
Enterraba el amor, ¿el amor? ¿Fue Millán la pasión que le hizo escribir me duele una mujer en todo el cuerpo? Todo hace pensar que no, pero... Qui sait?
Alcanzó la fama recién en la antesala de la vejez, a pesar de haber comenzado su vida literaria como un superdotado. A los siete años había escrito en inglés un resumen de la mitología griega; a los ocho, el cuento «La visera fatal», inspirado en un episodio del Quijote; y a los nueve tradujo del inglés «El príncipe feliz» de Oscar Wilde.
Su obra incluye cuentos, ensayos y poesía. Fue un innovador, abrió senderos. No hay que olvidar que dos de las grandes revoluciones de la lengua castellana, tuvieron su origen en la América morena: una fue la de Rubén Darío y el modernismo; y la otra, la de Borges, a partir del cambio que impuso a la narrativa. Además, hizo guiones de cine, crítica literaria y prólogos; escribió en colaboración con otros escritores, y tradujo obras del inglés, francés, alemán, anglosajón y escandinavo antiguo.

Era como Leonardo da Vinci, complejísimo y lleno de matices, con inteligencia fascinante e imaginación enorme. ¿Era como el genio da Vinci? Así lo siente María Kodama. 
María Kodama
Cultivadísima, escritora e incansable cancerbero de la obra del Maestro, ella amaba tanto «su rostro de conejo» como verlo reír tal «un cachorro de tigre al sol».
«Ulrica», según él la llamaba –nombre nórdico que quiere decir «Osita»–, escuchó por primera vez un poema del que sería su esposo, cuando tenía cinco años; lo conoció a los 12 y la relación amorosa empezó a finales de los’60, pero se hizo exclusiva, desde el adiós a Elsa. «Osita» fue también un gran soporte de la actividad literaria y personal de Borges, lo ayudó en la dirección de su colección «Biblioteca personal»; y escribieron juntos, en colaboración, «Breve antología anglosajona» y «Atlas».
Fue desenfadada, fresca y espontánea con el Maestro: a pesar de su juventud, le discutía cosas que podrían haber parecido una insolencia y que, sin embargo, a Georgie le gustaban y divertían. Y así la disfrutó: libre como un animal en la selva, según ella se define, a costa de ser prisionera de su libertad. 

María fue los ojos a través de los cuales Borges descubrió geografías, amaneceres y obras de arte presentidas pero vedadas para sus pupilas en penumbras. Hoy, el poeta descansa –por su elección– en el cementerio Plainpalais (Ginebra), cerca de donde había tenido su primera experiencia sexual, en aquel prostíbulo. Vaya coincidencia.
Y tantos amores frustrados, y tantos versos, y dos esposas, tan diferentes.
Elsa le había dicho:
¬«Georgie, aprovecha tu cuarto de hora; hoy estás en el candelero, pero dentro de dos o tres años nadie se acordará de vos».

La última morada

María lo acompañó hasta el final y hoy recorre el mundo, para mantener vigente y hacer crecer la obra del poeta. Y no le debe de ser fácil: no es sencillo tener talento y ser la viuda de un grande, en un país como Argentina, donde tantos quieren apropiarse del alma del Maestro. ¿La amó? Nadie puede saberlo, el corazón del hombre es insondable, aún para sí mismo. 
-«Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. / Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines de Oriente y de Occidente, cuánto Virgilio», le escribió, entre tantos versos.Es como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando todo se arremolina a su alrededor, dijo de su mujer.
«Y que nadie temiera», está grabado en la tumba de Jorge Luis Borges, un grande de las letras y un poeta sin compromiso con la vida humana. Sediento, lúdico, incontinente verbal, brillante, desamparado, a veces un niño. En los días anteriores a su muerte, contaba a su esposa de los caramelos «toffee» que le compraba su abuela, hablaban de literatura y estudiaban árabe.
¿Fue un hombre ciego pero con la lucidez a flor de alma, o la luz del conocimiento lo encegueció? «Debo justificar lo que me hiere. /No importa mi ventura o mi desventura. /Soy el poeta», había escrito.
Quizás sea la mejor sentencia y la única conclusión.

 
Kodama, entrevista con Cristina Castello

* Cristina Castello, publicado en revista "Open" (México), julio 2009 

sábado, 20 de enero de 2018

Fujimori, el «Drácula» del Perú, por Cristina Castello

Ex-presidente condenado por criminal:
el japonés enjaulado 

Fue un presidente constitucional de facto. Y este contrasentido no es metáfora. En el Poder del Perú desde 1990 hasta el 2000, fue tirano y criminal.
Así lo declaró la Justicia el pasado 7 de abril, y lo condenó a 25 años de prisión, por crímenes de lesa humanidad y corrupción.
«Drácula» no dejó ningún supuesto enemigo, sin torturar. Ni siquiera su primera esposa, Susana Higuchi, se salvó de esa gracia.
La madre de sus tres hijos declaró que fue martirizada no menos de 500 veces, por orden de su esposo, el presidente constitucional.
El criminal escucha
la sentencia
Imposible hablar de Fujimori, sin mencionar al presidente actual del Perú, Alan García Pérez, ya se verá.
El pájaro enjaulado no se privó de cometer barbaries, ni de decir mentiras. Justo cuando debía exponer su programa de gobierno en la Semana Santa del ’90, dijo que se había intoxicado con bacalao. Apodado «El Chino», se rebautizó «Chinochet» en honor a uno de sus colegas de genocidios, Augusto Pinochet. Habló o calló según sus conveniencias. Pero sobre todo, asesinó.

Furia devoradora por el Poder, para ganar las elecciones, escandalizó al Japón cuando —grotesco— hasta bailó un vals en la televisión. Después, el actual mandatario Alan García, siguió su ejemplo. Para ganar los votos de la juventud, su figura obesa danzó frente a las cámaras, al compás del reggaetón.
A los gobernantes asesinos del Perú les gusta bailar.

Tan hábil para matar como para arropar su cobardía, consiguió súbitamente la nacionalidad japonesa y huyó a Tokio, en noviembre de 2000. Fue cuando se descubrió la red de corrupción, de la que formó parte, encabezada por el entonces jefe de los Servicios de Inteligencia (SIE) e informante de la CIA norteamericana, Vladimiro Montesinos, personaje tan abyecto como su jefe, y a quien la justicia universal –que asoma, a veces— quiere ver en prisión.

Desde la ciudad sede del gobierno de Japón, el evadido renunció a la presidencia, en noviembre de 2000 de una manera inaudita. Envió un fax y... ¡ya está!
Caramba qué originalidad, inédita incluso en los anales de las felonías, que consuma el hombre cuando está en el Poder. Y fue más lejos: por temor de que la flamante ciudadanía japonesa no fuera suficientemente segura para ampararlo de la ley, y se postuló al congreso nipón; buscaba la inmunidad parlamentaria. Después, y con el propósito de presidir de nuevo el Perú, regresó vía Chile, donde fue hecho prisionero, y finalmente extraditado.

Ahora, condenado por la justicia peruana y en prisión, en el mundo se lo conoce como el reo Fujimori. ¿O acaso hay que apelar a eufemismos, cuando el sacrilegio es el terrorismo de Estado, nada más y nada menos?
Es un reo, otro más.

No tiene traje a rayas, ni está marcado con un número, como las víctimas de los campos de exterminio, o como los seres que ordenó lacerar; o como estuvieron tantos otros cuyas muertes decidió. Al contrario, tan furioso como gélido, aún detrás de las rejas sigue queriendo imponer su siembra de muerte, hambre y desolación, a través de una de las hijas de la madre martirizada por orden de su papá. Keiko Fujimori, su bebé, lleva la antorcha de sombras que su padre le legó y la esgrime como bandera en su candidatura presidencial.

«Chinochet» saldrá de prisión en el 10 de febrero de 2032. Nacido en 1938, tendrá 94 años: ¿llegará? ¿Llegará a esa edad, y llegará a cumplir la condena, que el presidente actual lucha por burlar para que su cómplice recupere la libertad?

Los cargos que la Justicia probó, fueron los crímenes de lesa humanidad en Barrios Altos y la Universidad de la Cantuta, y el secuestro agravado al periodista Gustavo Gorriti y al empresario Samuel Dyer. Masacres que implicaron torturas y genocidio, el asesinato de 25 personas, entre ellas un niño de 8 años, bajo el fuego asesino de un escuadrón de la muerte.

El trabajo impecable de los tribunales peruanos, es un hito en la historia de la América morena. De hecho, algunos militares argentinos fueron condenados, y también Pinochet en Chile, quien estuvo prisionero en su domicilio, en razón de su edad avanzada.
Pero, de los tres, el de Fujimori es el único caso de un presidente que habita, por fin, en una mazmorra, habiendo sido elegido por el voto ciudadano, aunque después haya ejercido un gobierno de facto.
Vestido para matar


Él aúlla que apelará, para no purgar sus crímenes; y no sólo ante las instancias habituales de la Justicia; también ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la misma que antes le parecía terrorista.
Otra es la cuestión del «Cuarto Poder» —los medios más influyentes—: en realidad, un poder de cuarta, con la suma de poder; entre los cuales hay un caso paradigmático, a propósito del fallo para «Chinchonet».

Bamboleos

Las expresiones del diario «New York Times» sobre la condena, parecen una pieza de ética. La calificó de «alentadora» y puso el acento en la conducta ejemplar de la Corte Suprema del Perú, por haber enviado al reo a prisión. Detalló prolijamente las pruebas de muertes y torturas: se escandalizó y estalló de alegría porque los crímenes de lesa humanidad no deben permitirse; y, si ocurren, merecen punición, siempre según la mirada del diario de los USA.

Y fue más lejos, dijo lo que tantos peruanos claman con ardor: que la sentencia es un aviso serio para el presidente actual.

Desde luego. Durante la primera presidencia de Alan «Caballo loco» García Pérez en el Perú, se organizó el Comando Rodrigo Franco, que barrió poblados andinos enteros, las matanzas de campesinos eran habituales y también los desaparecidos. En el ’85 había ordenado la Masacre de Accomarca, donde el Ejército peruano asesinó 45 personas. Y dos años antes, el 19 de junio del ’86, se ejecutaron extrajudicialmente más de 200 prisioneros de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara. En el ’88 siguió su derrotero de muerte, con la Masacre de Cayara, cuando treinta personas fueron exterminadas, y hubo decenas de desaparecidos.

Al igual que en el caso del «Chino», se instruyeron contra él, diversas causas por crímenes de lesa humanidad, que eludió gracias a la ayuda del cómplice japonés. Y hoy, sigue encarcelando a inocentes, persiguiendo a poetas, tratando de entregar la Amazonia peruana a las empresas petroleras y exterminando a los aborígenes. Pero no se queda ahí.

Alan García cobijó también al venezolano Manuel Rosales, un delincuente, de la oposición chavista, buscado por la Interpol por delitos comunes: enriquecimiento ilícito y corrupción. Más: ya está sellada la alianza Keiko Fujimori-Alan García, para seguir poblando de hambre y muerte al pueblo peruano, bajo una dictadura donde impere el terror. Si logran esos objetivos, Drácula sería liberado dentro de dos años y el presidente actual no sería juzgado jamás.

Mientras tanto, así como los niños balancean su pureza, cara al cielo, en los columpios de los parques de diversiones, el «New York Times» se bambolea entre dos extremos, aunque jamás cara al cielo.

Sostuvo y sostiene que Fujimori hizo maravillas cuando llegó al poder, ya que detuvo una inflación galopante. En una palabra: porque instauró el neo liberalismo a ultranza, como un alumno obediente de Norteamérica.

Breve: celebra que se haya hecho justicia con el mismo reo al que sustentó. ¡Recórcholis!
Justamente, la violencia, los crímenes de lesa humanidad y el Estado de terror, fueron el andamiaje necesario para imponer las políticas económico-financieras del Régimen.

¿O acaso el «New York Times» ignora que el Perú es el patio trasero de los EE.UU.?
Sirva como triste ejemplo, que desde el 23-08-90 la embajada norteamericana en el país de Túpac Amaru y César Vallejo, sabía detalladamente el plan fujimorista de operaciones, para realizar asesinatos. Las pruebas están en manos del Archivo de Seguridad Nacional, de uno de sus analistas, Meter Kombluh, y de Kate Doyle testimonio experto en el juicio a «Chinochet».
Con su hija, Keiko

El japonés, cierto, de nada malo se privó. Documentos secretos confirman que, junto a su ex asesor Vladimiro Montesinos, ayudó a Carlos Menem cuando era presidente, a ocultar información sobre contrabando de armas de Argentina a Ecuador. Él y su «comunidad de inteligencia», supieron de los preparativos para el comercio ilegal de fusiles, no bien éstos comenzaron.
«Gracias» a la complicidad del nipón, decenas de oficiales y soldados peruanos, perdieron la vida en Alto Cenepa y nadie fue sometido a juicio.
Menem está procesado por la Justicia argentina; pero mientras tanto, goza de abultados ingresos como senador nacional; y él y el Drácula del Perú, fueron el punto de partida para la proliferación de los políticos de la farándula, genuflexos frente al Gran Poder.
Los dos fueron precursores de la enajenación de sus países: de la venta a precio vil de empresas estatales nacionales, a empresas estatales extranjeras, en la mayoría de los casos.
Y, tanto o más grave, los dos vaciaron la vida de su sentido trascendente: el de ser vivida como una estética, que contenga la ética.

Sin máscara

70 años tuvo para aprender la fraternidad, pero eligió el camino inverso.
Ingeniero agrónomo, físico, matemático, devenido político. Naoichi y Mutsue Fujimori, sus padres lo vieron nacer en el Perú, adonde habían acudido en busca de trabajo y buena calidad de vida.
El Perú se los dio, y el hijo se encargó después de arrasar al país que les brindó bienestar.

Fue con «Cambio 90» que Fujimori se postuló a la presidencia en las elecciones de aquel año.
Su contrincante era el escritor Mario Vargas Llosa. Después de haber obtenido un escaso 20% de sufragios, en el ballottage se acreditó la presidencia con el 60%; trampas de la vida, recibió el respaldo de varios grupos de izquierdas; y, por cierto, el de su cómplice Alan García, por entonces primer mandatario, por el APRA.

Salvo para matar, al comienzo de su mandato Drácula se mostró sin máscara. Sin máscara, su gobierno dependió —directamente— de la asesoría de Norteamérica, y del Fondo Monetario Internacional (FMI), con una participación activa del agente de la CIA, el ex capitán Vladimiro Montesinos.
Sin máscara, en 1992 —mediante la violencia y con la ayuda de las Fuerzas Armadas— disolvió el Parlamento y suspendió el Poder Judicial, en lo que se conoce como «autogolpe»; y aprobó una nueva constitución, que le dio la suma de poder.

Terminó con el grupo ciertamente terrorista «Sendero Luminoso»; y también con el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), de muy distinto origen y objetivos que Sendero.
No, no «terminó»: exterminó a los integrantes, a fuego abierto, mediante torturas sofisticadísimas y desaparición forzada.
El terror de Estado, en lugar de la Justicia.
Y mientras seguía su siembra de muerte, ganó de nuevo las elecciones en 1995 frente al ex Secretario General de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar.

Fuji Kataoka, su gélida 2ª esposa
Le llegó el final, ¿el final?

Fue recién a fines de los ’90 que la ciudadanía comenzó a despertar; a descubrir la corrupción y la crueldad. En 2000 «Chinchonet» ganó de nuevo la presidencia, pues su opositor, Alejandro Toledo, se retiró sin participar de la segunda vuelta electoral. Y todo se precipitó.
A través de un video, salieron a la luz infinitos actos de su perenne corrupción. Entonces el valiente Drácula, a quien no le había temblado la mano para las órdenes de asesinar, huyó.
Y entonces, el Japón, y entonces, su renuncia por fax.
Atrás había quedado también —se había salvado— Susana Higuchi, torturada por orden de su esposo siempre bestial. Y de los cuatro hijos de la pareja, él no ve sino por los ojos de una ellos, Keiko, su bibelot.

En 2006 Fujimori se casó con la poderosa empresaria nipona —propietaria de hoteles y campos de golf— Satomi Kataoka, hoy de 42 años, para asegurarse de no ser rechazado en el país de su sangre oriental.
El matrimonio se hizo legal a las tres de la madrugada y en ausencia.
—«Yo siento que eres parte de mi destino. Quiero casarme contigo», dijo entonces el actual presidiario a su japonesa.
— «Él me dice que me ama, y yo también lo amo, pero lo admiro más como ser humano. Fujimori llenó un vacío en mi corazón y fue él quien me salvó espiritualmente. Él me brindó cariño y calor humano», dijo la japonesa, sobre su peruano-japonés.

Ahora Kataoka ve a Fujimori como un Cristo que está siendo sacrificado, y al juez y al fiscal como demonios.

Demonio «Chinochet»:

La madre de sus hijos fue vendada, encapuchada, sometida a electroshock y torturada hasta casi morir.
—«Cuando estemos lejos, si se siente solo, que se lleve a mi perro», había reído la japonesa.

Hoy nadie ladra en la prisión del Drácula del Perú, pero la justicia universal clama por escuchar -por fin-  el aullido enjaulado de Alan García Pérez, para que Nunca Más.


Cristina Castello, publicado en revista "Open" (México) en marzo 2009

domingo, 31 de diciembre de 2017

Oprah Winfrey. de Cenicienta a reina de la televisión, por Cristina Castello


         Ganó 1.000 millones de dólares consecutivamente los últimos tres años, y su fortuna es de 2.5 billones.

 ¿Nada más? Periodista, actriz, escritora, empresaria y editora, es la persona de raza negra más influyente de su generación.
Pacifista, fanática de Barack Obama, aseguró que el entonces candidato dará «fuerza, convicción, honor y compasión»; y
en la pantalla, con su «The Oprah Winfrey Show», apuntaló al demócrata con inteligencia y pasión. Treinta millones de espectadores de 112 países la siguen con devoción, y bajo su lema, «Si yo puedo, todos pueden», se reflejan en ese espejo donde aprenden a soñar.
          
Oprah nació Cenicienta y sus piececitos recorrieron la infancia, descalzos y ateridos; tanta era la pobreza, que la pequeña hacía sus vestidos con bolsas de patatas.  Aun así, a los tres años la llamaban La predicadora, pues recitaba los salmos en la Iglesia: ya asomaban su carisma e inteligencia. Hasta los seis vivió con su abuela, quien criaba cerdos en una granja de Mississippi. Después, Vernita Lee —su madre—, la llevó a Milwaukee, donde la miseria y las vejaciones tomaron cuerpo y alma de niña con un furor sin piedad.

Desde los nueve a los trece años, los familiares la abusaron sexualmente; a los 14 quedó embarazada y tuvo a su hijo que—nacido prematuro— murió poco después.  Aunque Oprah no sabía —ni sabrá— quién era el padre del bebé, escondió su gravidez mientras pudo. Defensora de la vida, no quiso que la obligaran a abortar. Parientes temibles los suyos, vendieron a la revista «National Enquierer» la historia perversa que ellos mismos habían provocado; y la muchacha debió salirles al paso para contar toda la verdad en «O, The Oprah Magazine», donde también narró su entonces huida hacia las drogas. Para olvidar.

         Valerosa, eligió el amor al prójimo en lugar del rencor. Frente a las cámaras se muestra franca y sencilla, llora, ríe y se conmueve; parece una persona del común, con quien la mayoría encuentra identidades. Como el poeta René Daumal —aun sin saberlo— convierte sus palabras en un llamado y un clamor: «La tentativa que te propongo hacer conmigo, puede resumirse en dos palabras / Permanecer despiertos».
         Oprah es la imagen de la Self made woman, que tanto aman sus coterráneos.  Defiende los derechos de niños, mujeres, homosexuales, desheredados por la vida y, por cierto, los de las personas de raza negra. Ella se abre a su público, y consigue que sus entrevistados cuenten lo que siempre callaron; fue en ese talk-show, y en 2000, que George W. Bush confesó por primera vez su pasado de alcoholismo.

         La Reina no es de izquierdas, por cierto, pero abomina de la violencia. Contraria a la ocupación de Irak cuando planteó: «¿Es la guerra la única respuesta?», la acusaron de «antiamericana», y le enviaron innumerables correos cargados de odio. Pero su convicción pudo más y otra vez exhortó a todos a desconfiar de la política exterior: «¿Qué piensa el mundo de nosotros?» — preguntó—, y la voz potente de Michael Moore la acompañó; él valora también que Oprah se preocupe por el desamparo de los estadounidenses en materia de salud, como el cineasta lo mostró en su filme «Sicko».
Oprah es filántropa. 
Entre otras menudencias, donó 300 millones de dólares para los más pobres; cuando en 2006 su programa cumplió veinte años, pagó las vacaciones en Hawai de sus mil empleados, familias incluidas; financió las carreras universitarias de jóvenes negros, y —cada vez más— está allí donde el dolor la reclama.
         
              Culta y anhelante de infancias felices, invirtió 40 millones de dólares en dos escuelas para niños en Sudáfrica, gesto que Nelson Mandela elogió. Pero hay más: tiene una fundación para ayudar a mujeres y chiquillos; y su propuesta del ‘91de crear un registro de abusadores de niños se plasmó en la Oprah-Bill (ley). Fue en el ‘93, con Clinton en el Poder. La otrora Cenicienta también escribe la historia. Y será Historia.

El vendaval Oprah

         No le importa afectar intereses. «Nunca más comeré una hamburguesa», dijo en plena crisis de las vacas locas. Y de pronto, la industria cárnica perdió 12 millones de dólares. «Life» la consideró la mujer más influyente de su generación y «Time», una de las cuatro personas que dieron forma al siglo XX y a los comienzos del XXI.

         También la Academia Nacional de Artes y Ciencias le entregó la medalla de oro, por su aporte a la lectura y a los escritores. Sí. Todo libro que Oprah recomienda, significa una venta de un millón de ejemplares. Cuando aconsejó leer «El amor en los tiempos del cólera», de Gabriel García Márquez, que desde hacía veinte años dormía en los archivos, hubo que imprimir un millón de copias.

         Voluntariosa: fue bulímica, se curó, y cuando engordó, adelgazó 35 kilos a fuerza de dieta y gimnasia. También enseñó a las mujeres cómo vestirse, perfumarse, maquillarse y agradar. Live your best («Vive lo mejor de ti»), convoca desde su portal. Mientras tanto, las crueldades de su madre continúan: en julio provocó un escándalo en la elegante tienda «Valentina» por una deuda de 156.000 dólares que se negaba a pagar.  ¡Qué familia!
Y su padre amadísimo... ¿qué dirá? Vernon Winfrey está escribiendo «Things Unspoken» («Cosas no dichas»), sobre su hija, sin habérselo consultado. ¡Caramba! Desde su embarazo, la entonces Cenicienta había vivido en Nashville con el papá. Fue él quien le enseñó la disciplina y los valores, y la acostumbró a leer un libro y escribir un resumen por semana. Y ahora... ¿qué?

         Graduada en Comunicación y Arte en la Universidad, a los 17 había empezado a trabajar en la radio, hasta que en el ‘78 la tevé la descubrió. De allí al talk-show, que continúa hoy — en México se ve por «American Network»—, no hubo más que un soplo. «The Oprah Winfrey Show» cautivó también al público de Arabia Saudí, donde —curiosamente, por la diferencia de culturas— se dice que ella da energía y esperanza: la siguen multitudes.

         El vendaval Oprah continúa su derrotero; compró el canal de televisión «Discovery Networks», que ahora se llamará «OWN» (The Oprah Winfrey Network). Libre como el horizonte, en agosto estrenó un novio: Tyler Perry, actor, escritor y productor. Dejó atrás un pasado de largos años en pareja con Stedman Graham, comentarista, escritor y empresario: fue con éste que eligió tres de sus tres perritos, blanquísimos todos ellos. Después, cuando murió el cuarto y más viejo —una cocker spaniel—, le dedicó un programa, y sus 30 millones de telespectadores lloraron por Sophie. Así se llamaba, como el personaje que interpretó en «El color púrpura», su primera actuación en el cine, donde hizo el papel de una esclava.
         
Ahora se prepara para dar su voz a un personaje de «La princesa y la rana», de Walt Disney. Oprah será Su Alteza, madre de la princesa Tiana. De esclava a reina, en el cine. Como una metáfora de su vida. Como un canto a la alegría. Y a la fraternidad.

Cristina Castello, en revista "Open" de México. Julio de 2008